miércoles, 8 de octubre de 2014

El olor de nunca acabar


El olor es un amor desarmado. Un alma incinerada, un corazón con goteras, un perfume dormido en la almohada, unos besos mojados que instalan una cocina de recuerdos en los bigotes. El amor distribuido. repartido, roto en olor. A veces hace bien. En otras oportunidades tapa eventualmente el aliento propio. Y muchas veces más destruye el sentido del olfato. Él terminó siendo un perro perdido buscando con su nariz el hospital del pasado con triple fractura expuesta. Un pirata con traje deseando llegar a lamerse las heridas. Un hombre con avidez de que le digan "te quiero".

Las palabras son traicioneras ante las necesidades: empalagan o enfrían los sentimientos que no deberían. El que mucho lo necesita seduce al silencio y viceversa. Él moría ante sus espacios en blanco, y un pasado que de atrás lo pinchaba con un tenedor. Ser poco hablado es una consecuencia de haber invitado- borracho, canchero y ciego- a bailar a la paradoja.

Lo inevitable compartió esa copa.

 Este muchacho no podía entender cómo en los vacíos existía el dolor. Aparentemente la soledad se ahorca en invisibles nervios en el medio de la nada para abarcar un todo mental imposible de desplazar.

Sus noches de desapego eran eternas: cada minuto era un clavo nuevo sobre la cruz de conocer el final. Pasaron las lunas, y los soles tomaban mate cocido desconfiando del futuro. Sangraba sus risas sociales. Sus ojos marcaban notas menores de un tango en duelo. Sus oídos pedían a gritos su voz. Sus carcajadas más allá, imaginadas por él, les disparaban cañonazos a las patas de la voluntad en silla de rueda.

Él la extraña y ella no lo escucha.

Se dibuja una lágrima en el contraste entre la felicidad de querer y la ausencia de ser querido. La paradoja sigue bailando a pesar de que él le soltó la mano, cuando se enteró que esa chica que nunca lo terminó de conocer murió pasada la primera vuelta de besos.


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