miércoles, 9 de febrero de 2011

Enrique

Vivir no es el camino, sino sentir que caminás hacia la vida”

Enrique, con su barba blanca de días sin afeitar y su pelo hacia la derecha camina lento mientras observa a su alrededor cada uno de los pasos que ha realizado que se han grabado en la tierra, esa arena fina, que más allá de los vientos, lluvias y tormentas permanecen intactos, en donde también hay pozos que de memoria evita, pasándolos por el lado deslizando una rápida pero sonrisa al fin que nuevamente se repite al verse reflejando en un estanque, viendo en reflejo del agua a un pequeño con pies descalzos corriendo en el medio de los viñales antes que el sol cortara la inspiración de un niño, ésa mágica creación de juegos con nulos elementos y con un sólo ingrediente: las ganas de divertirse.

Sigue su caminata hacia el viñedo, toma una plata observándola con añoranza y sabiduria, sostiene una de sus hojas, la acaricia con el dedo pulgar de arriba hacia abajo sintiendo en ella parte de su vida, más alla de la rigurosidad que tiene la misma. Camina en línea recta como el alambre que sostienen las plantas, mientras sus pies se hunden en la tierra labrada, la cual por los últimos calores está algo seca y visualiza otra, la cual está infectadas por las plagas pero sigue sosteniéndose, esperando que el sol le de las fuerzas necesarias para sobreponerse y dar los frutos que su dueño tanto anhela; él que compara esta situación con la vida donde había pequeñas cosas que lo sostenían como podían de pie, quizá con el sacrificio de tomar médidas extremas y enfríarse lo más que podía cuando el sol quemaba, situación que pudo haberse vuelto un hábito apesar de que en muchos días las nubes marcaban presente y trabajaban, dejándole el lugar después a la luna pero continuaba manteniéndose frío internamente.

Retrocede, avanza. Pierde, gana. Recuerda, camina. Vive.

Vuelve hacia el hogar y antes de entrar por la puerta blanca de vidrio, se saca con un borde el barro de sus zapatos dañados, ingresa y se dirige a la cocina. Enrique se apoya sobre la mesada, no ve el mate ni el azucar. Piensa y alrededor hay un vacio que no le sorprende ni le llama la atención. Las ventanas están cerradas; los roperos se encuentran ocupados con menor cantidad de ropa; los colchones están desnudos y el olor a encierro es insoportable, agregándose al polvillo reinante en el aire. Apesar de todo su pensamiento no se inmuta en el marco de una concentración exquísita que lo mantiene apoyado y balanceando levemente su espalda hacia adelante. El silencio no le habla ni lo distrae porque le pasa desapercibido por delante, atrás y el costado, que siente que ya no siente lo que sabía sentir antes pero no sabe si esa sensación que siente es realidad o una creación de su mente que consigue una paz insusitada saliendo constantemente de los múltiples bolsillos del jardinero marrón claro que lleva puesto.

En esa casa no hay hora, no existe la obligación, la pereza ni el apuro, por consiguiente estuvo mucho tiempo en la posición antes mencionada. Sale por la puerta de atrás, camina por un jardín con rosas blancas y rojas y dando una corta vuelta regresa nuevamente a la puerta blanca, en donde se vuelve a quitar el barro e ingresa, pero esta vez las ventanas están abiertas, corre un aire fresco y hay nuevos integrantes, que no viven ahí. Todos pasan, chequean que todo este bien mientras otros pasan la escoba, acomodan los cuadros y limpian los vidrios. Enrique observa como se perdió el silencio, como hay dentro suyo otro recuerdo muy grande y una necesidad imperiosa que fracazará en el corto plazo, sólo debe esperar un poco más en la cocina hasta que alguien se mude con él, pero sabe que demorará en llegar los nuevos moradores porque hay que sacrificarse en demasía para pagar el alquiler.

Acá estoy corriendo la mesa, viendo que la mesada está algo sucia y me dirijo a limpiarla aunque pienso rápidamente que lo puede hacer Enrique pero al razonar lo hago personalmente.Lo acompaño y me acompaña; está, estoy; vive y me ilusiona en que alguna vez yo viviré.


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