Ha muerto la risa. No es cómica la invitación a su velorio.
Llorando las angustias de un año entero bajo presión: rebalsó el charco sobre la caja de madera podrida. Con los cachetes lavados recojo los pedazos de las creaciones temporales para evitar entrar en default emocional. Los buitres del recuerdo rompieron con las reestructuraciones del pasado con el presente. Es difícil pagar las deudas rotas con la punta de la realidad; las estimaciones perfectas fueron imperfectas en su resolución, el tribunal ordenó pagar todas las promesas de contado y en efectivo ante lo que nunca fui.
El juez no es justo frente al paso del tiempo, que anda siempre a destiempo: nunca corriendo a la par, sino tomando ventaja mirándonos desde adelante esperando que en algún momento alguien lo alcance. Las ansiedades se deshicieron en mi boca generando un volcán diario que sube y baja por la garganta. Vomito todo lo que como y las cicatrices sin digerir. Al lado del inodoro encontré ayer un objetivo pequeño que nunca alcancé. En los ojales de la camisa a cuadros se refugia la piel sana, que es mínima y precavida ante la restante quemada y desgastada.
Los abogados vanidosos se absolvieron a sí mismos, escapándose por las migas de sus mentiras. La militarizada culpa me bombardeó la flaca resistencia. La soberanía se termina donde empiezan los recuerdos de los demás sobre mí, generalmente muy oscuros. No tengo más agua en el tanque de las ilusiones. Se desfondaron los vasos de mi autoestima dejándome con sed de escape.
Las risas deben ser redundantes para que su mensaje nunca pierda su sentido obvio de desnaturalizar lo estructurado en las facciones de la realidad. Aunque en mi caso, la obviedad se estrelló y falleció la risa, generándome todo menos gracia y ganándome las caras largas del insoluble presente.
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