Un diario personal. Historias, cuentos, análisis y sobre todo, subjetividad a flor de palabras.
martes, 2 de abril de 2013
Alfonso
El viento lo corrió un poco. Desde chico, el miedo lo llevaba a cerrar los ojos. No recuerda con exactitud si le pasa éso desde esa primera vez que se aterrorizó con el pedido de sus padres para tirarse desde un tobogán. Tiempo después, con la cara semitapada, decía "que sea lo que Dios quiera". Estaba detrás de una pequeña pero extensa montaña. Llovía. También caían fatalidades del cielo. Tenía que levantarse levemente, darle continuidad a su cuerpo mediante su arma y disparar a los que se le venían en contra de él y ellos. Nunca había tirado su buena vida por la borda. Por ello, fue un momento largo motivado por gritos inescuchables. Las muecas eran expresivas mientras los pies se resbalaban con el barro y la espalda se abrazaba con algunas piedras. Intentó hacer la vertical pero su cabeza explotó contra el esporádico techo. Volvió a mirarse las rodillas. No había más camino. Era salir o salir sin manual, a improvisar sobre el escenario más frío que conoció su nariz roja. Y por delante de su vista la tierra se hacía cada vez más expansiva, representativa y dolorosa. Levantó un poco la mano e hizo un pequeño surco en la parte superior. Y sin pensar. Aguantándose la respiración. Moviéndose con agilidad. Derrotándose. Poniéndole su nombre a la decisión borracha. Por Analía, No se olvidó de Susana. Puso el arma y cerró los ojos ordenando quimicamente que el dedo índice de la mano derecha apretara el pequeño arco. Apretó y no sintió ninguna presión contra el pecho. Se inclinó levemente. No entendía el mecanismo, pero golpió su arma saliendo de nuevo a la superficie. Cerró los ojos y repitió la formula.
Alfonso. Joven de 20 años. Nació y creció en Santa Rosa, La Pampa. Tuvo grandes momentos, una buena infancia desarrollándose de manera correcta en la secundaria. En el curso, en extremos distintos, conoció a Susana empezando una sostenida amistad con apenas 13 años, y 24 meses después arrancaría un noviazgo, que tuvo sus momentos más críticos en los espacios iniciales pero después se normalizó sin llegar en ningún momento a ser un juego infantil ni una rutina con artrosis. Cuando egresó de sus estudios, se abocó a trabajar con Celestino, su padre, en una panaderia familiar. Al ser el hijo mayor era casi una obligación seguir el legado.
En una luminosa habitación, sin tela de araña ni cortinas, recibió la noticia que iba a ser papá. La alegría fue incomensurable por varios días. No pudo descansar ni dejar de abrazar a Susana. Decidieron que Analía o José Luis sería el nombre adecuado para su primogénito.
En una manaña sin carteles se quiso levantar para perder el mareo de tantas vueltas sobre una goma que sufría escoliosis. Se vistió rápido y ligero, si de todas maneras, el verano todavía no se había despedido. Su novia se despertó y le alcanzó a consultar adónde iba, él respondio desde la puerta "voy al kiosco a buscar unos puchos y vengo".Nunca olvidó esa voz ronca. Salió por la salida lateral, caminó en diagonal mordiéndose los labios por la ansiedad sin maquillar, llegando a la esquina pasó un camión de tamaño mediano con la parte detrás descapotada. Dos militares lo obligaron subir. Inmediatamente pensó que lo detenían por una confusión con algún activista político.Inmediatamente recordó al "Gato", vecino suyo, un peronista invencible. Creyente y deboto de las revoluciones. Sin embargo, con el camino lleno de pozos, ligándose pequeños pero dolorosos saltos y con el polvo en los pulmones empezó a mirar las otras caras, y ninguno lo visualizaba; nadie modificó su postura cuando subió kilómetros atrás. Inmutables. Silencio. Y desde ahí supo que había algo raro.
Alfonso no era fanático de los diarios, la TV ni de la radio. Su fuente de información eran los clientes madrugadores que iban a comprar algo para desayunar. Alguna vez, desde la harina escuchó un discurso sobre unas islas argentinas. En sus anales descubrió tapada a la clase de historia con Olga, quien mencionó sobre la soberanía de Malvinas, de igual manera, jamás imaginó, sentado sobre la rueda auxiliar, con sus codos sobre las rodillas, que él sería uno de los elegidos para ir a recuperarlas.
Después de un discurso pelado, le concedieron cinco minutos para ir a buscar lápiz y papel para escribirle una carta a una persona. Él eligió a Susana, aunque dejando mensajes para su familia. Pero fue una postal escueta con mucho sentimentalismo y un miedo sin fronteras como no conociendo bien adónde iba, para qué, contra quién pelearía y si volvería. Pidió cuidar a su hijo o hija. Y el papel quedó marcado con lo más puro.
Así se fue. Tan solo un mes después de ese día tan homogéneo como los demás. Viajó vomitando en el avión y un poco más tarde, también lo hizo en un barco. Llegó palido e indefenso. Los primeros 5 días estuvo escéptico. Y a la quinta jornada, convencido que tendría una hija llamada Analía, cerraría los ojos, con mucho miedo. Como aquella vez, en el parque, empezaría a descender desde lo alto sin mirar el suelo. Quizá sintió tranquilidad porque varios nenes caerían al mismo tiempo. Se sintió acompañado por sus hermanos anónimos. Y sobre aquella tierra caminan dos mujeres, una llevando a la otra, pero sosteniéndose mutuamente, para visitarlo. Parece él. Pero es ella. Sin dudas, son dos gotas de agua: son las dos islas juntas.
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