“Desprejuiciados son los que vendrán y los que están ya no
me importan más”
Cualquiera puede pintar textos mientras escucha Dolina. A través
del éter escupe gotas y gotas de pintura. A veces me siento pintado por él o
que me pintan. Nunca puedo cambiar nada. Y el tiempo corre. Y cómo pasa, la puta
madre. Cuánto reloj sin pilas dejé buscando crecer; estoy más alto. Tanto
gasto para tan sólo saborear pequeños caramelos mientras en el camino comía manzanas podridas- no, señora, dije podrida, no prohibida, y tampoco estoy tan
viejo, y mucho menos conozco a Eva-. Busco otros momentos escuetos teniendo que
superar problemas extensos. Y así. Así. Así.
Se machacan pies. La fe va y viene. La religión varía. El
oferente también.
Me siento sobrepasado, cansando, agotado, resignado. Los
dulces que debería estar masticando, después de un largo trance, están
excedidos de dulzura haciéndome tener arcadas,debido a los años de té sin azúcar.
O mates amargos- diría Calamaro “unos buenos amargos para endulzar la garganta”,
no obstante, jamás tuve problemas diabéticos-.
Siempre creía que el paso del tiempo era la solución a la
inmadurez proyectada en mí. La cantidad de veces en que vas y venís no se
replica en calidad. Podrás tendrás en el tablero cien mil kilómetros realizados,
pero si te entretienes siempre con el pelotero ubicado medio lote hacia adentro no
habrán servido de nada. Lo que efectivamente suma a que caigas del árbol madre
es la suma de episodios difíciles en que no había comida, dulce o amarga, y
aprendiste a inventar historias para no sentir hambre, a destinar tu mente a
otras ocupaciones cuando el organismo exprimía los últimos carbohidratos para
poder seguir funcionando.
En el jardín colindante creció el miedo a la muerte.
Sorpresivamente absorbió toda la luz para hacer la fotogénesis. ¿Me moriré sin
ser nadie? Acaso, ¿alguien recuerda cuánto caminé sin ser visualizado? En mi
despedida, ¿aparecerá alguna enamorada enojada con su tímidez por no haberme confesado su sentimiento cuando
abría los ojos todos los mediodías? ¿Qué amigos/as estarán ahí? ¿Quién/quiénes
se harán cargo de mis progenitores? Es una angustia. Una puerta abierta en
posición vertical. Siento que voy cayendo a los costados, zafando constantemente, pero subo obligado, sin nada oscuro en la cabeza, de
nuevo a la colina. Les aseguro que ya volveré, más tarde o más temprano, sobre
este tema.
No sé hasta cuándo estaré. Sé cuánto caminé. También puedo
aseverar cuánta amargura almorcé, merendé y cené. Lo dulce jamás fue mi especialidad, aunque
tuve rebanadas de placer. Lo único que busco entre tanto andamiaje es ser entendido
como un libro de cuentos, y parece que para ello tengo que caminar en cantidad y
calidad.
No quiero correr, gatear, soñar, vivir consiente ni inconsciente,
ser ignorado y mucho menos famoso. A veces quiero saber cómo se llama esta
ensalada endulzada, salada, condimentada y natural.
Ser incomprendido es correlativo a la pérdida de la lengua
nativa, a la búsqueda constante de flamantes sustantivos, verbos y adjetivos que permiten
entablar diálogos y a vivir charlando con objetos sin boca. Es el mareo a
cuerda. El invierno mental. La nevada sentimental. El atropello de autoestimas
que por escapar se chocan en la salida de emergencia.
Vivo entonado falsetes. Cortando cuerdas, una guitarra
desnuda. Atención, tiene fecha vencida el
aderezo puesto al aire.
Respiro, volveré… cuando la situación se haya vuelto a
normalizar. El amor es la aguja necesaria para tejer historias.
Se acabó Dolina. ¡Buen fin de semana Negro!
No hay comentarios:
Publicar un comentario