No es fácil fracasar. Es sencillo lograrlo, difícil asimilarlo. En mi caso, es peor al intentar disimularlo.
Hoy fracasé. Qué puedo escribir. Hoy me senté a ver a los pseudos triunfantes festejarme en la cara, la misma que rebalsa de tristeza. No quiero frases hechas por autores de dudosa procedencia y capacidad. Descarto de plano a los consuelos de manos frías. Preferiría irme lejos de mi fracaso, pero qué pasa cuando éste te persigue cuerpo tierra. Se hace un juego promiscuo.
Nunca agarré la gracia del fracaso. Mi abuela diría que es la antesala del logro. Mi padre que es una enseñanza. Uno de mis hermanos que nunca se fracasa si no se intenta. Por lo pronto, estoy abrazado a este mal.
El fracaso está siendo idealizado, coronado, una especie de mala suerte que traerá de la buena. No se lo ataca, erradica, exilia. Él vive tranquilo como un ciudadano de bien, mientras mete puñetazo por atrás. No tiene códigos, es sucio para jugar: varias veces no es invitado y sin embargo aparece de la sombra, máxime cuando la esperanza está rezándole a la certeza venidera. Patada voladora. El árbitro que dice "siga, siga". Y él celoso. Extenso y largo. Pegajoso. Una ex pareja que no se resigna ante un amor extinguido.
En épocas de fracasos me arrimo mal a los poemas, la verba se reduce a niveles tristísimos, el lugar común del escritor mediocre se hace mi puerto maldito. El fracaso te deja mano a mano con él, vos desnudo y con el conteo que va por ocho.
Por lo pronto no deseo la quimera que desaparezca; simplemente que al fracasar todos sepan que estoy mal, con la visión empobrecida, la panza tensa y las patas cansadas. Y no le den una cálida bienvenida a mi cuerpo, al cual le suman más dolor y fracaso. Como si ya no tuviera demasiado de éstos apretándome el cuello torcido.
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